El Sepa es un afluente menor del río Urubamba por la
izquierda. En esta confluencia hubo una colonia penal, con una larga historia
que no voy a contar aquí. Hubo un tiempo en que se recluía allí a los
disidentes políticos pero cuando yo lo conocí sólo había “angelitos” con al
menos un asesinato en su haber. Había dos grupos de reclusos: unos en régimen
abierto que podían moverse libremente por las instalaciones e incluso a algunos
se les permitía salir en barca a pescar y otros recluidos a cal y canto y que
debían ser más dañinos que un trago de salfumán. También había en una de las
zonas más apartadas de las instalaciones, unos pocos exreclusos que tras
cumplir condena se habían quedado allí con sus familias.
La custodia estaba a cargo de la entonces Guardia
Republicana del Perú. Además de los puestos de centinela del penal, unos cinco
kilómetros río arriba y otros tantos abajo, había unos puestos de control. Si
se te ocurría pasar “sin fichar”, el primer aviso era un toque de silbato y si
la respuesta no era inmediata, se iniciaba un tiroteo en ráfaga temido en toda
la región.
A la sazón comandaba la guarnición el Capitán Altamirano.
Hombre afable pero expeditivo en el cumplimiento de su deber. Ya se jubiló con
el grado de Coronel.
Altamirano nos hizo sus huéspedes y si por él hubiera sido
aún seguiríamos allí. Nos alojamos en la Residencia de Oficiales, dónde sólo
había un subteniente joven (en Perú el empleo de Subteniente es el primer grado
de oficial. En España no). Jugábamos al fútbol con los penados, pescábamos,
cazábamos y tomábamos trago en largas veladas.
Al atardecer Altamirano y yo cruzábamos al lado opuesto del
río a poner el trasmayo. Le entusiasmaba nuestra pequeña zodiac y la "red
trampera" que desconocía y que tan buenas capturas nos daba. En la playa siempre
había varias decenas de caimanes, la mitad de los cuales ni se movían cuando
llegábamos. El trasmayo había que colocarlo bien o no servía de nada pues la corriente del río lo enrollaba y esta faena se hacía a nado y siempre me tocaba a mí con
la excusa de que él no podía mojarse el uniforme.
Una tarde faltó un recluso al recuento y saltaron todas las
alarmas. Altamirano no pareció alterarse porque decía que todos los intentos de
fuga acababan volviendo por la
dificultad de la misma pero me hizo acompañarle al embarcadero por si había que
recurrir a la zodiac. Allí estábamos expectantes. A las once de la noche se
oyeron unas voces de socorro. Era Pancho (apodo real del recluso) pidiendo que
lo sacáramos del río porque iba a la deriva con la barquita volcada. Saltamos
rápidos a la zodiac. Altamirano manejaba que era lo que le gustaba y yo
alumbraba con un faro conectado a una batería de coche: nunca he visto tanto
caimán junto. A la luz del faro, el Urubamba parecía una verbena de tantos
puntos rojos y entre ellos andaba Pancho subido en la quilla de su piragüita.
Hoy día en el Urubamba no se encuentra un caimán ni
disecado.
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